Había una vez niño pequeño, tan pequeño tan pequeño que se llamaba
meñique, como el dedo más chiquitín de la mano.
Meñique era rubio, con ojos verdes y
su pelo siempre estaba desordenado, su mamá le peinaba y le peinaba cada día, y
el gritaba porque siempre había nudos en su pelo.
Un día meñique se levantó de la cama
y en su habitación había un monstruo muy grande. Meñique vio el monstruo y se
asustó tanto que gritó muy alto y salió corriendo hasta el cuarto donde dormían
su mamá y su papá. Una vez allí llorando intentó explicar lo que había visto a
sus papás, pero meñique aún no sabía hablar y sus padres pensaban que tenía
dolor de dientes, le dieron un palo con un sabor extraño para que lo mordiese y
le cantaron una canción para que volviese a dormir. Esa noche pudo dormir con
ellos pero las siguientes noches regresó a su cuarto.
Meñique tenía miedo de dormir solo
porque pensaba que al despertar volvería a ver ese monstruo en su habitación y
su mamá insistía en que tenía que dormir solo, sin comprender que un monstruo
le acechaba por las noches.
Después de varias noches llorando
tuvo que enfrentarse él solo al monstruo.
Se armó de valor con su espada de
madera, con sus peluches más fuertes y su barita mágica de juguete.
Tras mucho tiempo con los ojos
abiertos y lo más atento posible se quedó dormido. Se despertó en mitad de la
noche y allí, delante de él, estaba el monstruo parado.
Esta vez lo vio claramente y era
horrible. Su boca era gigante, y sus ojos rojos, tenía el pelo largo y una cola
de serpiente, tenía un abrigo ancho donde le colgaban cascabeles y sus
manos eran garras gigantes de dragón.
Meñique observó el monstruo
atentamente pues no podía hacer nada más, si gritaba su mamá venía y como ella
no podía ver el monstruo, volvía a apagar la luz y a cerrar la puerta; si
lloraba el monstruo tampoco se iba; si se tapaba los ojos el monstruo podría
hacerle algo malo mientras estaba descuidado. Sólo podía mirarle.
Con los ojos bien abiertos miró
fijamente al ogro que tenía frente a él. Y el ogro no se movía, y meñique le
seguía mirando a los ojos, fijo, sin miedo, y el monstruo no podía moverse. El
niño le tenía atrapado con su mirada.
Entonces meñique empezó a reírse del
monstruo.
-Mira si eres
ridículo, sólo con mirarte te puedo controlar. No puedes hacer nada porque te
estoy viendo, y además, eres muy feo, tan feo tan feo que todo el que te ve se
asusta, por eso mi mamá y mi papá no te pueden ver, ellos no pueden creer que
algo tan feo exista. Y meñique se rió y
se rió del monstruo y le dijo por fin:
-Te voy a dejar
marchar, cerraré los ojos para que puedas escaparte, pero nunca más vengas a
molestarme. No me das miedo, no tienes nada que hacer porque ya conozco tu
punto más débil, sólo verte y no puedes ni si quiera moverte. Adiós monstruo
horrible, y no intentes asustar a mi mamá porque ella no puede verte.
Entonces meñique cerró los ojos
fuerte fuerte, sabiendo que el monstruo no tenía nada que hacer. No le podía
tocar, no le podía comer, no le podía hacer nada. Sólo le asustaba con su forma
fea, con su sensación fea. Sabía que se iba a ir. Y al cabo de unos segundos
volvió a abrir los ojos.
El monstruo seguía en la habitación,
se escondía detrás de la ropa tirada en el suelo y los juguetes desordenados,
le gustaba el desorden porque ahí se escondía. Ahora tenía menos fuerza porque
Meñique le había visto y se le notaba menos, pero meñique, que era muy listo,
pudo ver claramente como ese ogro gigante se intentaba esconder tras el
desorden. Ya no parecía tan grande, no parecía tan feroz, pero en vez de irse
se estaba escondiendo. Así que meñique se enfadó y le gritó:
-¡Fuera de aquí!
¡Este es mi cuarto! ¡No tienes derecho a estar aquí!
Y al instante el monstruo se marchó.
Pero meñique sentía que seguía cerca el monstruo, le vigilaba detrás de la
puerta, puede que más allá, puede que en la casa del vecino. El monstruo no
acaba de irse del todo, ¿estaría esperando que se quedase dormido? ¿Qué buscaba
de él si sólo era un niño? ¿tal vez se sentía solo el monstruo y sólo quería
tener un amigo? A Meñique no le apetecía tener un amigo tan feo y desagradable
como ese monstruo.
Entonces ideó un plan. Cogió a su
muñeco más amado, una pantera de peluche, y la puso a los pies de la cama,
entonces le dijo a la pantera:
-Quédate aquí
Pantera, y cuando el monstruo se acerque muérdele las garras para que no me
pueda atacar, entonces el monstruo se irá. Después si regresa, muérdele la
lengua, pero sin tragarte su saliva porque puede ser venenosa, después muérdele
el rabo y así hasta que no quede nada que morder. Tú me protegerás amigo.
Y el niño se durmió tranquilo. Cada
noche la mamá ponía la pantera de juguete al lado del niño en la almohada y el
niño la ponía a los pies de la cama, así se aseguraba que el monstruo no se
acercaba a él, se quedaba abajo donde la pantera estaba protegiendo. Luego en
la mañana Meñique le dejaba un poco de su comida para que la pantera se
alimentase y cogiese energías después de haber luchado toda la noche.
A veces soñaba que luchaba contra un
monstruo, otras veces soñaba que su pantera le protegía.
Meñique creció y dejó de creer en
monstruos, olvidó que alguna vez lidió con uno en su habitación. Pero lo que
nunca olvidó es que existen guardianes y protectores que nos cuidan cada vez
que se lo pedimos. Así cuando tenía miedo, pedía a sus guías, sus aliados, a
los ángeles. No tenía miedo y sentía que en todos los mundos había protectores
que podían ayudarle.
Y así el valiente Meñique nos enseñó
cómo protegernos de los monstruos por la noche.
Algunos amigos
protectores: figuras de ángeles, el león, la
pantera, el oso, los unicornios, las águilas, el leopardo, el mamut, el lobo,
el orangután…
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